El cielo gris, plomizo, pesado, desprovisto de toda alegría. La calle desierta, cerrada a cal y canto. Ni un alma, ni una luz, ni un ruido. Un silencio sepulcral, de los que se pueden oir. Él avanzó por ese escenario, sacado de una película de terror. La lluvia le empapaba la chaqueta, no llovía mucho, pero todo parecía que iba a cambiar. Siguió andando, sin rumbo fijo, mirando y deteniéndose en todos los escaparates, antes llenos de vida y ahora apagados, casi muertos. No sabía dónde estaba, tan solo vagaba por las calles empedradas, que empezaban a encharcarse por la lluvia constante.
A pesar del cielo, todavía era de día y las farolas no estaban encendidas. ¿Volverían a iluminar la calle o se habrán quedado así para siempre? Cada paso era más duro que el anterior, a pesar de la lluvia hacía un calor bastante asfixiante. De pronto se paró, decidió sentarse en un banco, a ver qué pasaba, a descansar. Sacó el teléfono móvil del bolsillo, sin batería. Maldijo su suerte y deseó haberlo cargado más. Metió la mano al bolsillo, tanteo lo que tenía, un par de chocolatinas. Extrajo una, la abrió y se la comió. La otra la guardó, no sabía cuándo iba a poder volver a comer.
Mientras saboreaba el chocolate, le llegó el olor a carbón, a las brasas. El chico decidió levantarse y dirigirse en la dirección contraria del aroma, mejor no saber quién estaba asando algo en esa situación. La lluvia arreciaba y no tenía visos de amainar. Las tejavanas dejaron de ser un espacio seguro, pues el viento hacía que se mojase de todas todas. Salió corriendo, buscando refugio en algún otro sitio, donde la lluvia no lo calara hasta los huesos.
Calle abajo, mientras trataba de abrigarse de la tormenta, vislumbró una figura, encorbada, a lo lejos. Corrió a través de la densa cortina de agua y al llegar al punto donde creía que estaba el hombre, no había nadie. De pronto, se encendió una luz. No era muy potente, pero era algo. La lluvia caía sin piedad. Las calles se estaban convirtiendo en torrentes, no paraba. El chico se lanzó en busca de la luz, fue a por ella, con todo lo que tenía. No quería quedarse sin nada, no podía perder la esperanza.
Vio que la luz provenía de un local. Dudó durante unos instantes, pero finalmente se decidió a entrar, temeroso de lo que podría encontrarse. Abrió despacio la puerta, prevenido ante todo.
¿Qué es lo que quieres?
Saber qué es lo que ha pasado.
¿Dónde?
Ahí fuera, no hay nadie, nada, todo parece muerto.
Ah, eso.
Sí, eso, ¿qué ha pasado?
Nada. Es lo normal, estás en Bilbao un domingo por la tarde.
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